Tras años de reclusión, cirugías, adicción a analgésicos y la sombra de los juicios, Michael Jackson intentó lo que parecía imposible: un regreso triunfal.
Anunció la serie de conciertos This Is It en Londres, una gira que prometía ser la despedida de una leyenda. Durante los ensayos se le veía enérgico y concentrado, pero su salud detrás de escena era un castillo de naipes.
La mañana del 25 de junio de 2009, el mundo se detuvo. Michael Jackson, de 50 años, sufrió un paro cardiorrespiratorio en su mansión de Los Ángeles. La autopsia reveló una intoxicación aguda por Propofol, un anestésico de uso hospitalario. El responsable de administrarle esta mezcla letal, en un intento de combatir su insomnio crónico, fue su médico personal, Conrad Murray, posteriormente condenado por homicidio involuntario.
La gira This Is It nunca ocurrió, y el Rey del Pop murió como había vivido: bajo un foco de luz constante, entre la controversia y la tragedia.
Los detalles forenses expusieron el alto costo del estrellato: su cuerpo presentaba cicatrices de cirugías estéticas, se confirmó su calvicie —oculta por una peluca— y se documentó una grave dependencia a los fármacos, obtenidos mediante 19 identificaciones falsas.
El hombre que desafiaba la gravedad con su moonwalk dependía de los sedantes para dormir.
Su muerte, ocurrida justo cuando preparaba su regreso, desató teorías conspirativas y la negación de millones de seguidores. Pero la verdad fue más sencilla y dolorosa: Michael Jackson fue víctima del mal manejo médico de una adicción alimentada por la fama, la soledad y la presión de seguir siendo perfecto.
El juicio contra Murray selló el último capítulo de una vida vivida al límite.
Así terminó el show más grande de la historia: Michael Jackson dejó un legado inmortal, una revolución musical y una advertencia eterna sobre el precio de la gloria.









