Las Habitaciones de la Luna Parte IV
Escribe Rafael Ruiz Ruiz…-Rafael Cacho…-
Luz del mediodía entra por la ventana, para perderse en lo profundo del agua violeta del pozo de las pupilas de Laura. Tenuemente esa luz ilumina también lejanos rincones de su amplia habitación, para hundirse después en el fondo del jarrón de cerámica talavera que habita una de las esquinas donde se esconden los recuerdos, y dos esbeltos alcatraces velan otra ventana de la pieza con la pálida flama de los pétalos de su flor: -lánguida estrella entre la bruma cotidiana-. Es un día caluroso de mayo, pero la amplitud de la pieza la hace fresca, prosperando en ella habituales sombras. Recostada sobre una mecedora de mimbre, Laura tiene los ojos entrecerrados, pero no duerme. El largo mechón de su cabello castaño resbala sobre sus hombros nublándole el recuerdo de un pasado lejano, pretérito enfermizo que transcurre entre el rumor cotidiano de la calle y la plática de sobre mesa, mientras el café se enfría o el dulce del chocolate se amarga al fondo del paladar. En otra habitación, sombreada como la de Laura que podría existir o no, su gemela idéntica, de ojos color oro como las tardes encendidas en el crepúsculo, duerme sobre las sábanas blancas de su amplia cama. Está abandonada al descanso totalmente desnuda. Hay en sus labios gruesos el gesto de una sonrisa. En el estéreo que está encendido tocan una canción que rebota suavemente sobre las paredes de esa pieza, es una canción triste, su letra corta y repetitiva. El sueño de su gemela se inquieta, se agita brevemente, pareciera que su intranquilidad es provocada por esa música al fondo de su sueño y en el horizonte de la realidad de Laura nubes de agua se asoman. Sobre el regazo de Lura descansa la portada de un long play. El acetato está listo para ser reproducido en la todavía elegante consola cuadrafónica de fino acabado, regalo de Rufina, su madre. Alguien llama repetidamente a la puerta de su habitación, pero sin urgencia, como sabiendo de antemano que llamar a esa puerta es en vano. Laura no se levanta no lo intenta. El eco de unos pasos que se alejan se pierde por el corredor. De las paredes pulcramente blancas de ese corredor cuelgan espejos que son diferentes sólo por lo que cada uno refleja. El eco de los pasos termina por desaparecer entre los rumores de la casa, sobre el número de la puerta de la calle descolorido a fuerza de olvido. En las ramas de un viejo colorín que se ve desde la ventana de la habitación de su gemela un canario sacude sus alas, muestra, ególatra, el verde mar de su pecho y el día tiembla, se confunde, amenaza con diluirse entre la mancha negra que corona la cabeza del pájaro. Hoy no hay nubes en el cielo que amenacen lluvia, que turben el sueño de su gemela que ahora duerme boca abajo y que con la redondez de sus nalgas turba a su vez el transito tranquilo del mediodía.
El horizonte, la casa de Laura, sus silencios, la calle, sus rincones solitarios, todo se consume entre las ondas del agobiante oleaje del calor que se mueve sobre la calle. Un poster de “The Beatles”, enmarcado en fino perfil de caoba, cuelga de una de las paredes de su pieza, -remembranzas de días que se fueron que se alejaron después de que ella cumplió los catorce años con una facilidad que la hace rayar en la rabia y la zozobra a sus treinta años-.