Lo que comúnmente llamamos amor es, a saber, el deseo de satisfacer
un voraz apetito con una cierta cantidad de blanca y
delicada carne humana. – Henry Fielding.
Emanuel:
Me veo a mí misma como un pez fuera de una pecera, agonizando, dándole mordiscos al aire, arañando en escalofríos mi propio placer, con la piel abierta y el culo dando coletazos, frenético de desearte después de tenerte, volviendo una y otra vez a tu deseo…
Me veo a mí misma delante de tus palabras, sintiendo como se me clavan, haciéndome temblar, apreciando como el calor de tu boca azota mi piel provocándome espasmos en la cabeza, sintiendo tus dedos moverse dentro de mí, segregándome gota a gota, hurgando en mi brecha húmeda , en el culo, en la boca, en la piel, en mi puta alma, en cada pedazo de mí que pueda producirme placer. Pequeños placeres, placeres errantes, placeres certeros, placeres tremendos, placeres. Tus caricias son al tiempo el veneno y el antídoto. Dentro, dentro. Sacándome el aire, llenándome de todo lo tuyo. Todo ese placer con el que me creas y me deshaces, como si me elaboraras en un tubo de ensayo y solo tú tuvieras el secreto de semejante alquimia.
Me veo a mí misma temblando, frente al espejo, con mis manos agarradas al lavabo y tus dedos apretando mis caderas. Restregándome tu aliento en la nuca, pasando tu pene por ese espacio inefable entre mis nalgas en el que caemos irremediablemente, una caída única en ese único vacío de ser gozo. Todo sexo, todo agua, todo tú. Macerándome en esos jugos de delirio que me preparas lentamente, paso a paso, con esa artesanía que tienes para cogerme o lo que sea que me hagas que me deja así. Poseída.
Me veo a mí misma flotando sobre mis orgasmos, mientras tus dedos exploran mis sentidos, mientras me sujetas la cabeza o me detienes o me niegas o me afirmas, mientras me meces o me mimas o me vuelves loca, mientras me azotas el culo o me penetran tus dedos o me haces gritar de gusto, mientras espoleas mis pezones, mientras hundes tu falo en ese inmenso y cálido lago en que me conviertes, mientras exploras con tu verga el oscuro cauce donde mi culo se convierte en gelatina.
Me veo a mí misma y me descubro gritando tu nombre a bocanadas, colapsada, herida de un placer profundo y misterioso que retuerce mi columna en orgasmos y machaca mi cerebro. Sin poder pronunciar apenas el mío. Atacada. Percibiendo como el deseo se multiplica sobre mi carne, se crece, se hace inmenso, me posee, me doblega, me alcanza. Advirtiendo como todo mi cuerpo responde como un perro atendería a los chasquidos de su amo, como los hilos de la marioneta se agitan desde una mano omnipotente o un gozne cede ante la disposición de su llave…
Me veo a mí misma rota de gusto, agotada en ti, con una cachondez perpetua metida en mis entrañas, segura de alcanzar las puertas de la percepción y del infierno, entregada a mi destino, sabiendo que haga lo que haga, piense lo que piense, esté con quien esté, tu veneno me corrompe y purifica al mismo tiempo, me hace buena y mala, me condena, me pervierte, me eleva, me consagra y, mientras, solo puedo abrir la boca y respirar(te).