El cerebro adolescente frente a los likes
La semana pasada hablamos del cerebro como escenario vivo que, con apenas veinte vatios, improvisa y da sentido a lo que la inteligencia artificial nunca podrá sentir. Hoy quiero quedarme en un público específico: el cerebro adolescente, ese que vibra con cada notificación como si un estadio entero aplaudiera desde la pantalla.
El cerebro tiene un sistema de recompensa, algo así como su “botón de aplauso interno”. Cada vez que conseguimos algo que nos gusta —comer chocolate, escuchar una canción que nos mueve, recibir un abrazo— ese botón se enciende y libera dopamina, una sustancia que nos hace sentir placer. En los adolescentes, este botón es todavía más sensible: se prende con facilidad y se queda pidiendo más. Por eso un like en una foto no se siente como un detalle cualquiera, sino como una victoria real, casi física.
El problema no es el botón, sino el exceso de clics. La corteza prefrontal, que es la parte del cerebro encargada de decidir con calma y poner freno a los impulsos, aún está en construcción durante la adolescencia. Así que mientras el botón de recompensa está encendido como feria de luces, el freno todavía no está terminado. Resultado: los adolescentes pueden engancharse a revisar una y otra vez si alguien reaccionó a lo que publicaron.
Aquí entra en juego el pensamiento crítico, que funciona como un semáforo interno. No se trata de apagar las emociones, sino de aprender a poner una pausa antes de actuar. Si alguien recibe un rumor, el pensamiento crítico puede evitar que lo difunda. Si alguien lee un insulto, puede decidir no engancharse en la pelea. Si alguien ve un reto viral peligroso, puede cuestionar antes de imitar. Son gestos sencillos que cambian mucho más de lo que parece.
Pero cuando ese semáforo falla, aparece con fuerza el ciberbullying: rumores que viajan más rápido que la verdad, insultos que se multiplican con cada pantalla, exclusiones que no se notan en el patio pero sí en el chat del grupo. El cerebro adolescente, tan sensible a la validación digital, sufre como si la agresión estuviera ocurriendo frente a todos, porque en realidad ocurre frente a más de los que imagina. La ciencia lo confirma: para la emoción no hay diferencia entre un golpe real y un comentario cruel en línea.
No todo se explica por dopamina ni por impulsos neuronales. El ciberbullying también tiene raíces sociales y culturales: las desigualdades de género, la presión del grupo, los estereotipos que se repiten en memes o comentarios, las dinámicas de poder dentro y fuera del aula. El cerebro adolescente aporta la chispa que hace más intensas estas experiencias, pero el fuego se alimenta de un entorno que a veces normaliza la burla y otras celebra la exposición. Por eso la respuesta no puede ser sólo individual ni biológica, sino también comunitaria: aprender a cuidarnos juntos, con conciencia y responsabilidad compartida.
Y ojo: no importa la edad ni el cargo, porque ni adolescentes, ni docentes, ni directivos escapamos de este juego de pantallas. Todos podemos ser señalados o aplaudidos en cuestión de segundos. Por eso necesitamos tejer redes que nos sostengan cuando el ciberbullying nos quiera ver caer. No se trata de culpar, sino de aprender juntos a reconocer que cada notificación toca neuronas, emociones y relaciones.
El reto es enseñar que el aplauso digital es efímero, pero la empatía, la comunicación asertiva y el pensamiento crítico son recompensas que duran más que cualquier tendencia pasajera en redes. Porque si el ciberbullying muestra la crudeza de la violencia en línea, la cultura de la cancelación lleva ese poder colectivo un paso más allá: ya no se trata solo de lastimar a una persona, sino de borrarla del escenario digital. Y ahí comienza la historia que contaremos en la próxima entrega.
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