“Todo escritor que crea es un mentiroso; la literatura es mentira, pero de esa mentira sale una recreación de la realidad; recrear la realidad es, pues, uno de los principios fundamentales de la creación” Juan Rulfo.
Escribe:-Brian Montero…Julio 5 de 2013, 9:10 am
Lo primero que veía cada mañana era la mancha en el tirol blanco, el baño de su vecina quedaba justo encima de su habitación, apuro el sorbo de leche que le quedaba y salió de casa, tenía cinco años trabajando en la biblioteca. En ocasiones para no sentir la monotonía tomaba un camino diferente o pedía un aventón a algún desconocido y le contaba historias sobre sí mismo no eran exageraciones ni mucho menos aventuras épicas, pero le gustaba ver el rostro de la gente sorprenderse o bien cuando lo miraban con extrañeza. Notó que el limosnero no estaba en el tercer escalón y su perro tampoco, sonrió y pensó que sería un buen personaje del cual contar la próxima vez que pidiera que lo llevaran, inserto la tarjeta en el reloj las ocho cincuenta quedo impresa con tinta azul.
Hoy tendría más trabajo de lo normal, lo sabía porque ayer antes de salir vio varias cajas amontonadas en la bodega y todas tenían rotuladas las palabras malditas, al menos malditas para él, “donación para la biblioteca pública”, sabia por experiencia que dentro de ellas no habría gran cosa, era bastante tedioso estar revisando todos los ejemplares para que ocho de diez fueran vendidos por kilo al depósito de papel. Movió la cabeza con enojo y avanzo por el pasillo, las luces de las ventanas bañaban los estantes de madera, miles de libros los rellenaban tomo su tabla y ordeno que le trajeran las cajas.
No vio gran cosa al inicio quizá algo de Roldan Jiménez o Abelardo M. Duval, le tomo unas cuantas horas seleccionar lo que era digno para quedarse como material de consulta, lo demás se convertiría en simple papel vulgar, movió el carro por un largo pasillo de madera en perfecto silencio, siempre ponía un poco de aceite a las llantas para evitar el ruido, subió la escalera con unos cuantos libros, sintió el crujir de un peldaño bajo sus pies y no tuvo otra opción que dejarlos caer, una hoja amarillenta le hizo un tajo en uno de sus dedos.
Levanto los libros y los deposito en la canastilla, estaba a punto de olvidar uno pero de reojo lo miro al tomarlo una de sus hojas se tiño de rojo con una gota espesa, sintió un ligero punzón en la espalda y al abrir los ojos se encontró en una sala amplia llena de cuadros enmarcados en molduras doradas y grandes candelabros, por unos segundos se quedo inmóvil, sacudió la cabeza, estaba seguro que ese sitio le era familiar, camino por el salón hasta asomarse a una ventana que daba a un enorme patio con una fuente al centro a lo lejos dos caballos paseaban con soltura por un pasto verde, el verde más intenso que había visto y se llevo las manos a la cabeza.
–Estoy dentro del libro de Ángel Obregón —lo dijo mientras golpeaba el balcón de fino mármol blanco.
Su furia se atenuó agradeció no haber aparecido en el ensayo de Esperanza Cervera sobre los métodos de tortura, asomó de nuevo hacia el jardín pero los caballos ya no estaban. En la novela el dueño de la casa padecía de ciertas obsesiones y acostumbraba romper cada uno de los huesos a sus visitantes con un mazo. Se quedo quieto para no correr riesgo alguno. Al cabo de unos minutos ya había formulado veinte teorías del porque y el cómo se encontraba dentro de las paginas, pero faltaba la mas importante como podía regresar, se hizo sangrar de nuevo y dejo caer unas gotas al piso, nada paso, después de un rato pensó que si una gota que toco el papel lo había transportado hasta ahí, el mismo método lo llevaría de vuelta.
Con bastante sigilo busco por la enorme casa, de vez en cuando se oían los gritos de dolor, las risas macabras y las voces que los ecos de las paredes dejaban escapar, al fin, un pequeño diario en una funda de piel fue su boleto de escape una sola gota basto para que apareciera en la biblioteca miro el reloj y solo habían pasado quince minutos termino de acomodar los libros se guardo para si lo que paso y fue a casa.
Mientras veía la pequeña cortada en su dedo imaginó las miles de posibilidades que tenia para poder viajar a distintas épocas o momentos trascendentales y conocer a sus escritores favoritos supuso las charlas que tendría con Eduardo Saldaña, Aurora Salinas. Y su favorito Félix Robledo. Al día siguiente se detuvo unos segundos en el pasillo largo que dividía el depósito de libros y que ahora le parecía tan vasto solo era cuestión de decidir a donde ir y a quien conocer.
Lo primero que veía cada mañana era un enorme espectacular de una marca de relojes, siempre se preguntaba porque en casi todos los anuncios marcan la misma hora, apuró el último sorbo de jugo y tomo su bicicleta. Decidió atravesar el parque recién renovado el aroma de pintura fresca de las bancas aun era perceptible se detuvo frente a un enorme edificio y un viejo limosnero sentado junto a un perro mugriento le dio los buenos días con una amarilla sonrisa tomo la tarjeta y la inserto en el reloj las ocho cincuenta quedaron grabadas con tinta azul, por fin el trabajo que tanto deseo era suyo, al anterior bibliotecario lo habían encontrado muerto sin una gota de sangre junto a un libro de Félix Robledo titulado, Pliegues negros.