Por: Paul Ospital
Nadie merece morir por hacer política. Esa debería ser una verdad inquebrantable, una garantía básica en una sociedad que se presume democrática, pero la realidad es otra. En México, ser político, especialmente en los niveles locales, es jugar con fuego. Alejandro Arcos Catalán, el recién asesinado alcalde de Chilpancingo, es solo el ejemplo más reciente de lo que significa hacer política en un país donde el poder no siempre está en manos de quienes lo ganan en las urnas. El suyo no fue el primer caso, y dolorosamente, no será el último.
Arcos Catalán, un hombre que había dedicado su vida a la política, que fue elegido por su comunidad para representarla, ha sido arrancado de este mundo de la forma más brutal, como si sus ideales, su trabajo y su compromiso no hubieran significado nada. Su asesinato envía un mensaje claro: aquí, la política tiene un precio altísimo. No importa cuántos votos recibas, cuánta confianza te deposite la gente, o cuántas promesas hagas para cambiar las cosas. Aquí, tus acciones no garantizan nada. Aquí, el poder está secuestrado por la violencia.
¿Qué mensaje reciben las juventudes que sueñan con cambiar el mundo, con hacer política de manera diferente? ¿Alguien puede realmente decir, sin miedo, que sueña con convertirse en alcalde de Chilpancingo, de Celaya, de Cuernavaca? Los jóvenes, aquellos que deberían ser el futuro de nuestra nación, ven cómo aquellos que se atreven a participar son perseguidos, amenazados y, en muchos casos, asesinados. Viven en una realidad donde el servicio público, lejos de ser una aspiración noble, parece ser una sentencia de muerte.
La política, en su esencia, debería ser la herramienta más poderosa para transformar la sociedad. Pero cuando los políticos son ejecutados a sangre fría, el mensaje que se manda es uno de desesperanza: tus sueños no importan, tus esfuerzos no valen nada, y cualquier intento por cambiar las cosas puede costarte la vida. La violencia no solo está cobrando vidas; está robando sueños, aspiraciones y destruyendo la esperanza de aquellos que alguna vez creyeron que podían hacer la diferencia.
En regiones como Guerrero, la sombra del crimen organizado es tan profunda que ha permeado cada rincón de la vida política y social. Ya no es suficiente ganar en las urnas; ahora, los políticos tienen que ganar en el terreno de la violencia, enfrentándose a poderes que no responden a la ley ni a la voluntad popular. Y aquellos que intentan hacerlo, como Alejandro Arcos, terminan siendo víctimas de un sistema corrupto y violento que se niega a dejar ir el control.
Las consecuencias de esta realidad son devastadoras. Cada asesinato como el de Arcos Catalán envía un mensaje de terror no solo a sus colegas políticos, sino a toda la sociedad. Se nos está diciendo que no importa si votamos, no importa si elegimos bien, porque al final, quienes detentan el poder real no necesitan de nuestro voto. En municipios como Chilpancingo, y en muchas otras partes de México, el voto parece haber perdido su valor. ¿De qué sirve acudir a las urnas si los alcaldes que elegimos son asesinados a los pocos días de tomar posesión? ¿Qué sentido tiene la democracia si la violencia puede decidir el destino de nuestras comunidades mucho antes de que las elecciones lo hagan?
Este tipo de acontecimientos no solo son tragedias personales para las familias de las víctimas; son tragedias colectivas para una nación entera. Con cada político que cae, con cada funcionario que es asesinado por intentar hacer su trabajo, se rompe un poco más el tejido social. Nos estamos acostumbrando a que la violencia sea parte del paisaje político, a que la muerte de un alcalde, de un regidor, de un secretario municipal, sea solo otro titular más en los medios de comunicación. Pero no podemos permitirnos normalizar esto.
Lo que está en juego aquí no son solo vidas, sino la esencia misma de nuestra democracia. Cada asesinato de un político es un recordatorio brutal de que nuestra democracia está herida y que, en muchas partes del país, los ciudadanos viven bajo un régimen de miedo, donde su voto parece no valer absolutamente nada. La violencia nos está cortando las alas, nos está quitando la capacidad de soñar, de creer en un futuro diferente.
Hoy, mientras lamentamos la pérdida de Alejandro Arcos Catalán, estamos a un paso de lamentar la pérdida de algo mucho más grande: la esperanza de que en México el trabajo por tu comunidad puede ser reconocido y valorado, y no castigado con la muerte. ¿Cuánto más estamos dispuestos a perder antes de exigir, de verdad, un cambio?