Rabo de nube PARTE III
Por Rafael Ruiz Ruiz
Su cuerpo florece en la brevedad de ese sueño y esa primavera. Los negros mechones de su cabello están pegados a su afiebrada frente. A la orilla de la redondez de sus nalgas, caracolas buscan el cambio de marea, para venir a refugiarse en su espalda, debajo del hueso de ciruela de su codo, en la curva lisa de su rodilla y sus esbeltas piernas. Ella entorna los ojos, y la total realidad de su habitación es un recuerdo que crece con el suspiro que brota de su garganta: hay una breve muerte en el orgasmo que la recorre, y un reflejo a la vez de supervivencia. -“Le pediría un rabo de nube”…, – insiste la voz que haya cobijo entre los pliegues del cobertor púrpura, a la sombra de los rincones y las junturas de las baldosas: sobre helechos y jazmines que perfuman el pasillo, bajo el tejaban donde su madre aun borda de vez en cuando con mano insegura, temblorosa, al final de ya incontables tardes que se llevaron su risa y su hermosura; mientras el padre tiraba los naipes en la tibieza de la mesa de la cocina, sonriendo cada vez que una sota saltaba del mazo, -augurio de ventura y buena suerte, entre el líquido ámbar de una copa de mezcal-, o en medio del olor a tomillo y hierbabuena de los guisos, entre las nubes de vapor de la cafetera siempre llena, lista la infusión para todo aquel que llegara a arroparse a la calidez siempre solidaria de esa casa. Al fondo de una lágrima, donde un futuro de noche crece, el ovalo del rostro de Angie se refleja, se afila, se vuelve un apunte de agua, y salinos recuerdos se sientan a mirarlo entre el vaivén de las olas de un mar que abraza su cintura, que moja el horizonte de su frente, su negro cabello, a donde blancas gaviotas se acogen. -“Que se llevara lo feo, y nos dejara al querube”…,- dice la voz entre la lluvia que habla y habla. Angie es un ángel sin alas. Una tarde se despojó de su túnica blanca y fría como el mármol. Se arrancó el aura resplandeciente que envolvía su cuerpo, y la olvido al fondo de un rincón que ahora evita mirar, en el cual arde siempre una veladora que ilumina el rostro manso del santo favorito de su madre. En ese doloroso sacrificio, la puerta de su edén hace mucho tiempo que permanece entre abierta. A la sombra de un árbol sin hojas ella espera, canta, murmura de tarde en tarde una oración, y aprieta entre una de sus manos, el fruto eterno de la esperanza. -“Un barredor de tristeza…, un aguacero en venganza”…, – continua diciendo la voz, mientras una grieta azul, como un relámpago, hiere el blanco de cal de las paredes, y la casa toda se conmueve con un acorde escrito muy adentro, allá entre lo espeso de las brumas, donde las amigas de su infancia sueñan y ríen con su risa de inocencia: como un grito a pleno día en un otoño y la vastedad de sus hojas. -Que cuando escampe parezca nuestra esperanza…, – insiste la voz inmutable. Sobre los muros de su habitación, la noche que ha de venir entre alas de tordos, y gritos de niños que giran al compás de una ronda, empieza a ser la insinuación del boceto de un rostro, el filo de la línea de un apunte que busca el vacío implícito en la blancura del papel, para hallarse, para ser, para saberse ante la ausencia del color, la vaga luz que indica la llegada de las sombras, y su pequeña tragedia que no nubla su esperanza. -Un barredor de tristeza, un aguacero en venganza, que cuando escampe parezca nuestra esperanza…, – dice la voz, y sus palabras se pierden rebotando por todo rincón de la casa. Angie duerme sobre el sofá, al fondo de una gota de sudor que perla su frente, una luna se refleja, mengua, se diluye como una acuarela al fondo del lienzo de su piel. Una mariposa blanca revolotea frente al
cristal de su ventana, y ramos de nubes retrasadas, se cuelgan de las ramas de las madreselvas. Tejen blancas cortinas alrededor de la insinuada desnudez de ella. La decrépita mañana no puede llorar más, no quiere, no tiene porque; sin motivo no halla ya sustento: sería una contradicción ante la risa que Angie tiene dibujada en los labios rosas, como el rosa que a veces ilumina el crepúsculo. Con la nota azul del último acorde de esa canción, ella cerró los ojos. Esa nota es ahora un dije con la forma de una flor de azahar que cuelga de su cuello. Una negada declaración de asombro a la puerta de un amor de veinte años, y abril como preludio a la entrega sin límite que todo lo ofrece, cuando se tiene limpia el alma, clara, cristalina como el agua de un estanque brotada de la roca: ingenua como el pétalo que se abandona a la corriente, con la esperanza de que un tordo, altivo, la lleve a las alturas, y ahí se ofrende a la caricia de un ángel de boca de fuego, donde descubrirse en la caricia soñada, presentida, que de tan breve, nunca pareció ser cierta al despertarse, y no hallar en la piel huella alguna que confirmara la pasión vivida que jamás se apagaría, que jamás cedería a vendaval alguno. Que perdurara en el tiempo como las estrellas de la constelación de su horóscopo en la bóveda del firmamento, según profetizara la adivina de la feria, una mañana de domingo, de globos multicolores flotando en el azul, y el carmín sobre sus labios juveniles. Cuando ignoraba los caminos duros, donde el amor se confirma en todo: menos en el idílico sueño de la adolescencia.
LAS HABITACIONES DE LA LUNA
