Rabo de nube (Parte I)
Por Rafael Ruiz Ruiz
La piel de Angie tiene el sabor la textura y el color de la leche. La mañana le ha sorprendido sentada en el sofá, con un cobertor púrpura sobre los hombros, y la pesadez del desvelo en la espalda; sobre su párpado manchado de azul, en la curva de su ceja, al fondo cálido de su retina agua, y lo blando del lóbulo nácar, perfecto, de su oreja. Una llovizna menuda, y constante, golpea sobre el cristal de la ventana, y escurre por el dintel que mira a un traspatio poblado de rosales; madreselvas, helechos, y mustios malvones donde el colibrí que visita a diario el heliotropo del jardín de su madre, voluble, como ella, bebe el néctar de la flor del aretillo, que cuelga adormilada sobre el vacío, desafiándolo. Es una mañana de agua, y grises sombras que flotan por los rincones. Mañana de nubes sobre el tejado, enredadas a las ramas de citadinos árboles, donde el trino de los pájaros es un susurro. Ahí, entre las brumas de esa claridad matutina, callada, empolvada, arrumbada, muda ya a fuerza de olvido, una guitarra huérfana de manos, y sentimientos dormidos, cuelga de un clavo en una de las paredes de la pieza de Angie. Sus cuerdas están rotas, la boca de su caja anhela desveladas. En otros tiempos, esa guitarra fue el pretexto para su desnudez. Noches de flores. De palabras dichas por lo bajo, en el rincón oscuro donde la caricia se hacía plena, y los tactos dulces de su lengua eran profundos al fondo de una boca. O el impulso para la fuente de su risa de canario, ávida de vida y, por consecuencia, preámbulo al deseo recién conocido. Al placer satisfecho aún desconocido. A sueños, que niña aún, empezaron a acecharle, cuando llegaba la voz aquella de barítono, que retumbaba en el tímpano de su oído, como el canto de las parvadas que traían en sus alas ceniza de la noche, para manchar el cielo: tarde adentro en los crepúsculos de mayo de su infancia, sueños repletos de sol, y margaritas que pisaba su pie desnudo, que cubrían los ardientes llanos donde ella se abandonaba a la mano del viento que hurgaba debajo de su falda, y su blusa. Cuando el día amanece como hoy, la casa de Angie se llena de ecos; recuerdos, rumores de risas, estruendos de fichas de dominó que, alguna tarde ya lejana y vieja, rebotaban en las baldosas del piso de la pequeña sala, con la extraña alegría del juego de azar, mientras ella sonreía sabiéndose admirada, deseada, soñada hasta sentirse húmeda, predispuesta a todo atrevimiento, como promesa al fondo de sus ojos. Así, bajo el peso de tanto recuerdo, niega a la casa, al patio y a las coquitas que anidan en los huecos de las vigas del portal, la sombra del arco de su ceja, la cascada negra de su cabello lacio, por donde las miradas se resbalan aún, hasta donde se ensancha, armoniosa, su cadera. Cierta aún de ese encanto, se retira a la quietud de claustro de su habitación, a escuchar el rumor del agua que acepta con tristeza, el inevitable destino de perderse en vetustas y oscuras coladeras, refugio de niños maltratados que evitan a la gente, al mundo: al abuso que de él conocen y que lo llevan en su frente como un estigma. Angie saca del fondo de un cajón, un casete, y el cobertor purpura resbala de sus hombros, dejando al descubierto la redondez de su pezón. La obstinada, monótona percusión de una gotera que rebota al fondo claro de un balde, llena sus ojos de un presagio de aguacero, y ella mete de prisa, la cinta en la reproductor