Escribe.- Fernando Roque
Eran las vacaciones del año 1999, regresaba de Cuernavaca al entonces Distrito Federal con mi amiga, la antropóloga Leda Liz, a la cual se le ocurrió que debíamos buscar y conocer a la legendaria poeta autora de “Redonda casa de redonda soledad . . .” y otros grandes versos, musa de pintores como Diego Rivera, Raúl Anguiano, Juan Soriano, Roberto Montenegro y Martha Chapa, tía de Elena Poniatowska, considerada una de las mujeres más bellas de México y después convertida en una señora extravagante que alejaba a los transeúntes con los que se topaba a su paso en la Zona Rosa a paraguazo limpio, que vendía sus poemas en la calle, que recogía gatos callejeros, que perdió la razón por la muerte de su hijita ahogada en una alberca por un descuido. Sabíamos que vivía en la colonia Roma pero ignorábamos el domicilio aunque dijimos “preguntando se llega a Roma, en la colonia Roma”. Aunque algún despistado nos dijo que ya había muerto, nosotros sabíamos que no era verdad. Después de un rato de preguntar y con señas dimos con una privada muy elegante: el edificio Vizcaya (bello edificio “fin de siécle”), en la calle Bucareli, a pocas cuadras de su casa natal situada en Abraham González. Una reja nos impedía la entrada, pero le dijimos al vigilante que veníamos de San Juan del Río, Querétaro y que buscábamos entrevistar a la poeta. Nos informó que solo uno podía pasar para pedir permiso a su amigo y protector Carlos Saiib, dueño de algunos de los departamentos del edificio. Me tocó a mí, lo localicé en una reunión que presidía y le expuse la petición. Me respondió amablemente que esperáramos una hora para preparar el encuentro. Cuando iba saliendo voltee la vista hacia una escalera y descubrí que ella iba subiendo acompañada de una muchacha, entonces giró su cara y reconocí su rostro ahora avejentado y sin la máscara de pintura que solía ponerse: piel muy blanca, rostro fino empapado de arrugas y de baja estatura. Salí a comunicarle la respuesta a mi amiga; entonces decidimos ir a comprarle unos chocolates Ferrero Rocher, pues su amigo Carlos había dicho que le gustaban mucho. Regresamos a la hora señalada y entramos al departamento, elegante y adornado con buen gusto, dónde ya se encontraba flanqueada por las dos muchachas que la cuidaban y le entregamos la caja de chocolates, la cual procedió a abrir y disfrutar inmediatamente; después de presentarnos mi amiga inició la plática y yo la secundé, lo que más recuerdo es como nos decía sus poemas entre mordiscos a los chocolates, con una voz cascada e ininteligible, pues su edad para entonces era muy avanzada. Yo temía que en uno de sus bruscos arrebatos nos insultara, golpeara o corriera a gritos pero esto no ocurrió, nos trató con la amabilidad de una anciana que en un momento de su vida se sumergió en el dolor más intenso: perder a un hijo. Después de la breve velada nos despedimos y salimos con dudas de lo que habíamos atrapado en la red de nuestro entendimiento de sus palabras encimadas y ensimismadas, pero con la gran satisfacción de haberla conocido. Al año siguiente me enteré por un noticiero que había muerto la “Dueña de la tinta americana” y una gran tristeza me acompañó el resto del día rememorando la visita que le hicimos a este mítico personaje de nuestra cultura.