Bitácora 670.-
Por Jaime Zuñiga… Cronista
El trato para con los pobladores de los territorios de la llamada Nueva España, desde la conquista ha sido de segregación. Primero, se discutía si podían ser bautizados, al existir el convencimiento de parte de algunos clérigos, de que los mal llamados indios, no tenían alma, por su estado salvaje que los asemejaba con los animales. El asunto llegó hasta el vaticano y después de un concilio, el Papa ordenó bautizarlos de uno en uno, como a cualquier nuevo cristiano y no de manera grupal, como se venía realizando en Yucatán, por medio de hisopo, roseándoles las aguas bautismales en grupo. La siguiente etapa histórica consistió, en que, siendo iguales por el bautismo, no lo eran por sus costumbres ni por su origen, que les daba una apariencia distinta a la de los peninsulares y a los criollos, al tener hábitos diferentes en cuanto al aseo e indumentaria, a pesar de que la mayoría tenían costumbres diferentes a los europeos, entre las que estaba comprendido el baño, no obstante, los parásitos como los piojos, servía de pretexto para separarlos. Para esto se les construyeron sus capillas especiales, a las que sin ningún disimulo se les conocía como “capillas de indios”.
De estas capillas, algunas estaban próximas a los templos “grandes” pero no de los del centro de la ciudad. En la Cruz el Calvarito, por Santa Rosa de Viterbo, la del Espíritu Santo y siguiendo en la periferia, la de San Antoñito, la Trinidad, San Gregorio, San Sebastián y Santa Ana. En otros templos los dejaban en el atrio, con el pretexto de “que estaban acostumbrados a los espacios abiertos”.
En la región de la Sierra Gorda, fueron creadas las misiones, que no hay que confundir con la construcción física de los templos. Las misiones eran los espacios en dónde prácticamente estaban cautivos los nativos, con el pretexto de adoctrinarlos en la religión y organizarlos para el trabajo, controlándolos para mantenerlos tranquilos, y al retener a sus familias, aseguraban que regresarían. Lo otro era conocido como el reducirlos, que era la forma de suplir la realidad del exterminio de los indios rebeldes, al no ser susceptibles de su manejo, por oponerse al bautizo y por medio de él, convertirse en indios dóciles o domesticados, el trato seguía siendo discriminatorio.
Don José de Escandón y Helguera, ganó su título de “Conde de Sierra Gorda” reduciendo indígenas rebeldes, principalmente de las etnias Pame y Jonas, y su gran momento, fue lograr la pacificación de los indios salvajes, que frecuentemente atacaban las fincas de los peninsulares, que se habían repartido las tierras de los nativos. Don José de Escandón, remata su actuación en la mítica batalla del Cerro de la Media Luna, en donde al verse perdidos los últimos rebeldes, prefirieron morir arrojándose al vació con sus familias, antes de ser hechos prisioneros por los conquistadores.
Está documentado un pasaje de lo acontecido en “Los Amoles”, lo que después sería Pinal de Amoles, en dónde se relata de la traición que los sacerdotes, de acuerdo con Escandón y Helguera, les hacen a los indios al convocarlos a una festividad religiosa sin sus armas, y ahí son capturados. El documento señala, que después de su captura, “fueron amarrados del pescuezo y traídos a la ciudad, los hombres fueron vendidos en los obrajes, sus mujeres en las casas de los ricos para que sirvieran en ellas y los niños distribuidos en los conventos de monjas y de sacerdotes”.
Un histórico cuadro, que originalmente estuvo en la escalera del anexo de la Parroquia de Santiago, conocido como ahora como “Patio Barróco”, cuadro que fue repuesto por una reproducción, conservándose el original al interior del templo, junto a la sacristía. En este cuadro, se aprecia a Don Diego Barrientos y su esposa la Sra. Lomelín, con su pequeño esclavo negro, del que se afirma, que originalmente estaba sujeto por una cadena y un collar en su cuello. Un estudio especializado, dejaría en claro, si esto de la cadena para sujetar al pequeño esclavo, fue como se afirma, borrado por un pintor, o si es solamente una leyenda. Lo que no es una leyenda, es que en la ciudad existían esclavos negros, cuando su comercio estaba autorizado por el rey. Uno de esos esclavos, que tal vez fue de los últimos de los que se conoció su origen, era un descendiente de los primeros negros que llegaron a Querétaro y que trabajaba en el primer elevador mecánico que hubo en la ciudad, instalado en la Casona del Portal de los Panaderos, en la esquina de Corregidora e Independencia. Este elevador, del que en los años 50 del pasado siglo, podían apreciarse aún partes de su mecanismo.
En el tandeo del agua en Querétaro, los españoles peninsulares o criollos, tenían preferencia sobre los indios, y aunque en apariencia las penalizaciones por el mal uso del agua eran mayores para los primeros, en la realidad era distinto, porque a los indios como castigo si se les quitaban sus sementeras. El castigo para los infractores españoles, consistía, -según la disposición real- en ser enviados a las islas Filipinas, a trabajos forzados para su majestad el rey. Desde luego ese castigo jamás se dio en Querétaro.
Los diferentes encargados de impartir justicia en las etapas de nuestra historia, fueron descaradamente parciales para con los ricos, pues con su ayuda salían siempre bien librados, y con los de origen indígena ya “españolizados” -como Don Diego de Tapia- fueron tolerantes, y le dieron por cárcel la ciudad, al acusarlo de malos manejos como gobernador para con los indios.
El caso muy conocido de Don Fabrique Cáceres, que originó el conflicto del “faldón”, puede afirmarse, que, si la justicia fue favorable para el alcalde indígena, se debió a que era cercano a la familia Tapia, y porque el ofendido impartía la justicia. Así Don Fabrique fue desterrado a la otra banda, y su destierro dio pie para que su casa, –con su mirador– sea parte de una de nuestras bellas leyendas.
Esclavas indígenas tenían las ricas monjas de Santa Clara como su sirvientas y esclavos, heredados por Don Diego de Tapia a su hija monja Sor Luisa del Espíritu Santo. Esclavos para trabajar sus tierras en Jurica, que era parte de la herencia, y en la congregación nueva, -por los rumbos de Álamos- que también heredó. Doña Josefa Vergara, liberó a sus esclavas en el año de 1809, antes de que Don Miguel Hidalgo aboliera la esclavitud.
Para todo lo anterior, existía una justificación, en la que aparentemente lo que se decidía para con los indios o con los esclavos, siempre “era por su bien”, al no considerarlos autosuficientes se les tenía que proteger como a menores de edad, siendo explotados a través de su trabajo en labores agrícolas, mineras, pero principalmente en la construcción, tanto de templos como de casas para los ricos, incluidos muchos clérigos.
La discriminación para con los indígenas, llegó a grados extremos, al considerar a los que después de conquistados, les cambiaron su forma tradicional de vivir y de vestir, cubriendo escasamente lo íntimo, y que adoptaron el calzón de manta, al igual que la rústica camisa del mismo material, por económicos, y que conservando la costumbre del taparrabo, comenzaron a ponerse lo que se conoció como “el patío”, improvisado por un trozo de manta rectangular, doblada de manera de que quedara un triángulo para sujetarlo a la cintura, y, que cubriese la parte delantera y la trasera, atado por medio de una faja de tela, generalmente de color rojo.
Esta forma de vestir tan simple, les resultaba a los indígenas cómoda, fresca y sobre todo, económica, y se extendió por gran parte de la Nueva España. Se decía generalmente, que los indios vestían calzón de manta, que los distinguía de los demás pobladores, cuando los campesinos resultaban ser la mayoría en México. Y así vestidos, llegaban carboneros, arrieros, pajareros, aguadores, jornaleros e incluso en la lucha de independencia, esta indumentaria en los insurgentes era la predominante, casi todos vestían calzón de manta, porque eran el pueblo y era la mayoría.
El historiador Valentín Frías, en sus escritos relata, que viendo el mal espectáculo que causaba la presencia de los que acudían a la ciudad vistiendo calzón de manta y patío, –que eran la mayoría de los que por aquí llegaban– casi todos provenientes de la Sierra Gorda o de haciendas y poblados cercanos, ordenó el prefecto, que los soldados de las partidas militares que resguardaban las entradas, en las garitas a México, Celaya y San Miguel, obligaran a los que venían con calzón, a ¡ponerse pantalón! de manera obligatoria para poder entrar a la ciudad, y que, en caso de no hacerlo, se les impidiera el paso, y que para que no existiese pretexto alguno, se habían destinado una cantidad suficiente de pantalones, para disposición de los que por motivos de comercio o de trabajo pretendieran ingresar a la ciudad.
Con esto se evitarían grotescos espectáculos, debidos a las transparencias de la manta, en beneficio de la población. Ya antes, un ilustre sacerdote se había esforzado en copiar los atuendos de los códices prehispánicos, para vestir a los danzantes, que en los atrios “enseñaban sus vergüenzas”, en las fiestas religiosas, cuando danzaban, y así, de lo auténtico y original, se pasó a lo puramente ornamental, ¡y, desgreñados y con plumas clavadas en el pelambre, -ver Glorias de Querétaro de Don Carlos de Sigüenza y Góngora- plumas se guajolote y águila con exageración! Ahora visten como aztecas, los que en los orígenes fueron indios chichimecas.
Los años pasaron y la discriminación ha continuado utilizando a los indigenas, ahora son folcror, son pretexto para justificar gastos, son motivo de discordia entre la religion tradicional y sectas, son presas del alcoholismo por conflictos existenciales, son objetos de cambio por lidersillos oportunistas que los manipulan utilizando su pobreza. Es verdaderamente dramatico que esto se siga presentando, como lo estamos viviendo hoy, que sean utilizados como objetos para maniobras tan burdas, a las que se les sacará probecho personal por parte de quienes simulan “darles clases” para negociar con las autoridades. Esto es igual que la esclavitud, porque los esclavizan a intereses particulares aprovechando su pobreza
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