Alejandro Ángel
Ya es sólo un recuerdo aquel viejo camión Ford escalando el escabroso camino de tierra que sube a la sierra. Semejante a un escarabajo de lámina se fue alejando lentamente hasta perderse entre el polvo que levantaba el Viento, abandonándonos en las soledades de estas tierras, cuando una inmensidad de nubes negras que volaban hacia el oriente oscurecía el horizonte amenazando lluvia. Con el polvo pegado en la garganta, la mochila sujeta a los hombros y una soledad que se derretía en nuestra boca, la caminata por veredas que serpenteaban entre las laderas; a la orilla de los barrancos, a la vera de alegres y cristalinos riachuelos, se hizo larga, dura y fatigosa. Ya retomado el aliento después de llegar a nuestro destino y reanimado un poco el espíritu al calor del fogón de la cocina, después de un par de jarritos de mezcal: -pa’ la plática, -dicen aquí, – recuerdo que discretamente me escabullí a la soledad de un tejaban con una cobija de lana sobre los hombros. El espectáculo de la sierra con la tarde dejándose caer al abismo del horizonte en llamas era impresionante. Del interior de la cocina me llegaba el rumor de la plática en lengua nativa de nuestros anfitriones mixes. Del fondo de la cañada subía el rumor del río. A lo lejos, entre la neblina, las montañas parecían enormes barcos fondeando en un puerto del océano del cielo. Entre el verde oscuro de la serranía se asomaban pequeñas casas de madera techadas unas con láminas de cartón, otras con ramas, pocas, muy pocas con bóveda catalana, cuando el Viento removía aquella multitud de nubes que nos acompañó desde que aquel viejo y destartalado escarabajo de lámina empezó a escalar las alturas de aquellas tierras, hasta convencerme de que los habitantes de esos lugares eran ángeles, pues viven entre nubes. Impresionado por el paisaje y sumergido en los recuerdos de viaje estaba, cuando un niño bajito, de grandes ojos negros y piecitos calzados en viejos huaraches, en silencio me ofrece café en un plato de barro, Doy las gracias, él me mira sin contestar. El frío que pasa en ese momento envuelto en su cobija de llovizna, aguijonea mis manos; muerde mis orejas y entume los labios. Yo me olvidé del frío, del niño, y me dejo seducir por el deseo de libertad que despierta en mi espíritu el vuelo de un águila en la inmensidad del horizonte que en este instante se ilumina brevemente por la luz de los Relámpagos que descienden a la tierra, cual culebras de fuego para incendiar los bosques con los destellos de su luz. Una suave brisa que baja de las montañas, moja mi frente interrumpiendo los sueños de libertad a los que me había abandonado. El pequeñito que me llevó café, está sentado a mi lado viendo hacia la boca oscura de una cañada que se abre paso entre los bosques como una herida causada tal vez por un gigante. ¿Cuánto tiempo lleva sentado a aquí a mi lado? Lo ignoro, pero mi falta de atención me avergüenza. Sugestionado como estoy por tanta nube, imagino que es un ángel. Él permanece en silencio meciendo sus piecitos. Yo lo imagino volando entre las ramas de los árboles de pera de los huertos, él, se ve inquieto. -¿Cómo te llamas?, -pregunto disipando mis temores. -Sin verme, -contesta, Alejandro, -y yo imagino sus ojos negros tiritando como luceros en la oscuridad que ya asoma su manto por el horizonte. Su voz de niño mixe es como el susurro del Viento. Con disimulada atención mientras le doy mi gorra de lana, pues el frío arrecia, me veo en el fondo sus ojos negros y ya no tengo duda alguna. – Eres un ángel, -le digo, desconfiado, me ve y hace un gesto. Después, retorciéndose nerviosamente las pequeñas manos, me dice. – No soy un ángel, soy Alejandro, -y una nube nos envuelve dejándonos húmedo el cabello. Yo, convencido, insisto serio. –Sí eres un ángel estoy seguro de ello. –Sorprendido y con los negros ojos muy abiertos, me pregunta. -¿Por qué dices que soy un ángel? –Por qué vives entre nubes, -contesto rotundo y sin dejar lugar a peros. Él me mira y contiene la risa que, seguramente, es como el trino de los jilgueros que anidan en las ramas de los árboles, o debajo de las tejas de barro de los portales del pueblo. A lo lejos se escucha el rumor del aguacero. Las nubes empiezan a cubrir las montañas, cañadas y la cúpula de la iglesia del pueblo. Una neblina espesa brota de la tierra húmeda de las profundidades del bosque. El pequeñito, apurado y muy quedo, me dice. – Hay que entrar a la casa: no tarda en llegar aquí el aguacero. Yo veo su carita morena y, en ese instante, el sol en el ocaso, en eclipse con el ovalo de su cabeza, dibuja alrededor de su cuerpecito, -así como dicen que todos los ángeles lo llevan-; un halo de luz o de fuego. Una tarde cuando el horizonte se incendiaba con el crepúsculo. Parado sobre la punta de la copa de un gigantesco árbol, con un par de alas sobre su espalda, un aro de luz en su frente y levantando las manos al cielo, estaba aquel niño pequeñito de hermosos ojos negros. En espiral, Y alrededor de su cuerpo, una parvada de tordos giraba. El canto de los grillos se perdía entre las nubes, y girones de oscuridad amenazaban con cubrir la vastedad de la tierra que sin fin se extendía a lo lejos. Alejandro estuvo ahí hasta que la Luna brotó detrás de las montañas he iluminó la tierra con el manto blanquecino de su luz. Después, desapareció. Tal vez se fue en las alas de un águila. Tal vez se lo llevaron los tordos, o los jilgueros. Tal vez en un rayo de luz ascendió a ese cielo tan negado para ellos. Tal vez lo imaginé producto del cansancio. Sí tal vez sólo fue eso: un sueño provocado por tanta nube. Por tanto frío y el impresionante graznido de los cuervos que se escuchaba entre la maraña de hojas en los campos de siembra secos
Horizonte
