II Parte
Escribe Rafael “Cacho” Flores
De los ojos de su gemela escurre una lágrima que a Laura le quita el aliento y punza en su corazón como una astilla enconada en la piel. En la huerta que se mira por su ventana; los setos, las flores del durazno, el limonero, los cactos que la rodean, todo reverdece esta tarde en el júbilo natural de la vida que se vuelca sin trabas ni temores. La lluvia es generosa con la tierra y en los lindes del breve sendero de esa huerta que su gemela recorre desnuda, los helechos duermen al cobijo del silencio, a la paz de los rincones, a la caricia de la luz y las gotas de rocío que aún cuelgan como perlas de las hojas en los lugares más sombríos. Desde esa ventana Laura escucha por las mañanas la campana del templo que llama al rosario de la seis, a recogerse, a la reflexión del espíritu entre el humo de las veladoras y la quietud de la flama en el altar, que, mustia, ilumina los lejanos y solitarios nichos del templo. Por la tarde el eco de pasos de ancianos inseguros, lentos, cansados a fuerza de andar toda una vida, turban la tranquilidad del sueño de su gemela que duerme a la sombra de un aretillo sobre la yerba, mientras el eco de esos pasos se aleja calle abajo en busca del consuelo de la oración. En ese recorrido lo busquen o no, como castigo divino esos ancianos se encuentran con los rostros de los que azuzados por los sermones del párroco en el rito oficiado los domingos, con evidente falso interés se detienen a darles plática, fingida conversación que les ofende más que una bofetada. La actitud de esos seres daña sus débiles corazones aún más que el recuerdo de días y años que escaparon de sus manos como un chorro de agua pura y cristalina que se niega hoy a su boca. Que les castiga más que el rincón de la casa donde se les ha recluido para ser olvidados, o despreciados como algo que se ha convertido en un estorbo. Laura regresa a la mecedora y al recostarse la bata blanca de seda que viste deja al descubierto la blancura de sus hombros. En el dintel de un vitral del campanario del templo de su pequeña colonia habita una paloma que sueña anidar en ellos. Desde el fondo de los ojos de esa paloma la noche se asomará y un puñado de estrellas reventará en el firmamento para caer sobre la piel también tersa y blanca como un lienzo de su gemela. Laura tiembla como las ramas de los árboles con el viento. Como lo hace la hoja con la lluvia. Como los labios con el ímpetu de la sangre. Como los papalotes de papel de china en las tardes de febrero que envolvían con su colorido las risas transparentes y limpias de los niños de su barrio. Pequeñas gotas de sudor perlan la frente de su gemela, humedecen el vello de sus sienes y entre esas humedades musgos y margaritas brotan alrededor de su frente nívea. Sin levantarse Laura enciende la vela que hay en la pequeña mesa de noche. Las paredes de la pieza se turban con el rito de las sombras que despiertan que enturbian el fondo blanco donde de tarde en tarde, cuando agosto llega con sus mañanas de agua, encallan nubes sobre las que su gemela asoma con sus pechos desnudos sobre los que el rocío resbala y el granizo se trenza en su cabello. Las flores de los colorines se teñirán con la savia de la noche que ha de fluir sobre su casa y la calle, entre los labios de su gemela que aman el silencio, silencio de Laura que es el silencio de su huerta, de sus rincones por donde ella a veces derrama solitarias lágrimas o murmura canciones. Laura vuelve a la ventana, permite que la bata se deslice de sus hombros hasta parecer un espejo de agua sobre la duela del piso donde girones de luz mezclados con las sombras, semejan peces plateados que saltan entre ondas que se alargan y chocan a capricho en imaginarias playas de suave arena y gris espuma. Arena que borra los rasgos del rostro de su gemela.