Escribe.- Fernando Roque
Dedicado a Julio Cortázar
¿Como no admirar su elasticidad desdeñosa?
sus aires de nobleza recuerdan su pasado egipcio
en que eran más sagrados que la noche o los astros,
su presunción al enderezar la cola
y rehuir las caricias mediocres de la mano humana
que no comprende su pedigrí de dios arcaico.
Se sabe amigo y protegido del demonio medieval
que estigmatizó su sino de odio y miedo . . .
El gato es un signo de interrogación,
guardián del misterio de la esfinge
-evasivo, egoísta, pendenciero-
que pregona en la azotea sus victorias,
sin preocuparse por dejar dormir
a los que escuchan sus glorias amatorias.
El gato camina con pompa,
estira sus extremidades musculares
como piezas aceitadas
de un mecanismo perfecto de metal;
se lame a si mismo orgulloso de su piel
como si la considerara terciopelo
o un abrigo elegante de albo armiño.
Se siente el centro del universo
y hace del hogar que lo acoge su trono e imperio:
todos están a su disposición,
hasta el perro que no lo entiende
y lo considera un desagradecido traicionero,
vanidoso de su holgazanería,
pretencioso, falso amigo, pedante como el oro,
por eso se detestan:
pues cada uno ocupa un extremo
en la escala del afecto:
el gato exige todo sin dar nada,
el perro da todo
conformándose con las migajas.
El gato se cree un príncipe reencarnado
que solo espera admiración de sus súdbitos
y no agradece;
se adueña del espacio cuando salta a una barda
o cae a un precipicio,
siempre termina reasumiendo
su elegancia, majestuoso;
no conoce la humillación ni la humildad,
siempre camina al borde de la espada
y su limpieza exagerada
es más que virtud:
pose de emperador de las azoteas,
rey de los basureros y las bardas,
última oportunidad de acariciar al tigre
y sentir sus ojos de rendija
husmeando nuestras almas.