Escribe.-Stella Maris Caballero
Eran las once del día, estaba cayendo el sueño en gotas de sudor por mi frente, ya había calentado el desayuno tres veces, no volvía, algo había encontrado de tanto encargo que le habían hecho.
Debo confesar que desquitaba la ira volteando las tortillas, no podía entender… tan bonito que era ver correr la tarde frente al jardín mientras los niños juegan y la gente come algún helado.
Entre la aventura del encendedor en la tienda de Jovita o la encrucijada de la veladora en el estanquillo de Don Evaldo corrieron dos años…
Si es tal la devoción, podría ir a misa… pensaba despellejando el garbanzo de la sopa de medio día. Y un puño de retratos pintados por la imaginación caía en la olla de frijoles. Todo era silencio, la tarde de mayo golpeaba en mis ojos que cerraban por completo, el vapor del calor hacía olas y me envestían todas las tardes que me quedaba con la comida servida.
De un lado a otro mis tripas chillaban, parecían estar peleando pero no me atrevía hasta que él llegaba. Entonces besaba mi estampita de san juditas y a poco lo miraba, con el rabillo del ojo leía sus deseos y quejas.
A veces cuando estaba de buenas me hablaba sonriendo, esperaba que me llenara el oído de secretos, quería saber qué pasaba cuando se quedaba sentado en aquella vieja silla. Y cerraba la puerta del cuarto.
Esa magnánima silla, apenas podía moverla, era un regalo de una madame del norte, desde Tijuana se la trajeron- me dijo. Medía casi un metro de alta, decorada con dragones grabados, madera de sándalo, sus cojines estaban raídos y era incómodo sentarse por mucho tiempo. Su pista favorita para despegar…
Pigre y taimado se incorporaba después de la subida. No sé hasta dónde se iba un par de horas.
Tenía experiencia en aquellos que contorsionan o van desplegando poco a poco sus alas oníricas cuando como dicen: toman banquillo, no se van de rápido, convulsionan. Hay que taparles la cabeza porque no se pueden ir, siempre me explicaba en mis lecciones efímeras.
Pero a él no tenía que taparle nada, Se ponía encima la capa de seda verde o la roja o la negra, variaban los colores, seguramente eran los dominios de Hera, Selene o Perséfone quienes motivaban el atuendo.
Aromado a exquisitas esencias el pequeño cuarto se embriagaba todas las mañanas y en ocasiones las noches de luna llena. En la esquina del dintel asomaba un poco la barbilla para ver si atrapaba un detalle, una pizca de imagen en medio de la niebla vaporosa.