Entre el diablo y la Política. 

Cultura de la obediencia: el silencio que cuesta caro

Por. Karla Rosillo 

En estas últimas semanas, me he adentrado en el tema de la cultura de la obediencia, esa que predicamos sin darnos cuenta en tantos ámbitos de nuestra vida. La seguimos como un manual no escrito, hasta que se vuelve un estilo de vida que termina por invisibilizar nuestra voz y diluir nuestra presencia, sin importar el escenario.

Recuerdo una charla con un amigo que aspira a un cargo político importante. En medio de la conversación, me dijo con naturalidad: “Yo ya expresé mis aspiraciones, pero el partido manda”. En política, la obediencia está normalizada, institucionalizada por esos grupos de poder que dictan el “vas porque te toca aunque no quieras”. Es la orden de arriba: acatar lo que dicen las figuras de autoridad, aunque eso implique renunciar al juicio propio y a la autonomía de decidir.

Los llamados rebeldes con causa son los que se atreven a desafiar el sistema, aunque eso les cueste el favor de quienes mueven las piezas. Son los que rompen filas, aunque después terminen construyendo otro sistema igual de rígido, con el mismo patrón de orden y obediencia, solo con nuevos nombres en el tablero.

La obediencia, nos dicen, garantiza orden y disciplina, pero también tiene un lado oscuro: borra las voces individuales, limita la creatividad, inhibe el pensamiento crítico y abre la puerta al abuso de poder.

Así nace el adoctrinamiento ciego, ese que hoy parece ser el objetivo principal de los partidos políticos: quieren militantes que no cuestionen, que no incomoden, que aplaudan en automático cada decisión disfrazada de “la correcta para todos” y que, por supuesto, jamás se atrevan a criticar en público los resultados.

Lo contrario a esta dinámica no es el caos, sino una cultura de autonomía y responsabilidad, que se construya sobre pilares como:

Pensamiento crítico: cuestionar, de manera reflexiva, las normas, las órdenes y las tradiciones.

Responsabilidad personal: decidir con conciencia, asumiendo las consecuencias de nuestras elecciones.

Colaboración horizontal: sustituir jerarquías rígidas por diálogo, consenso y democracia interna.

Respeto mutuo: no rechazar toda norma, sino aquellas que no entendemos o no compartimos; elegir libremente las que nos benefician como colectivo y como individuos.

Agencia: la capacidad de actuar desde nuestras convicciones, no sólo por imposición.

Quizá ha llegado el momento de preguntarnos si queremos seguir viviendo en una cultura que nos adiestra para obedecer sin entender, para callar cuando algo incomoda y para aplaudir aunque no estemos de acuerdo.

Porque el verdadero cambio —en la política, en la sociedad y en lo personal— no se construye desde la obediencia ciega, sino desde el atrevimiento de pensar, dialogar y actuar con autonomía.

La pregunta no es si la cultura de la obediencia funciona. Claro que funciona: mantiene el orden, el silencio y el control.

La verdadera pregunta es si estamos dispuestos a pagar el precio de ese silencio.

¿Entre el diablo y la política usted obedece o cuestiona?

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La Pila
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EDITORIAL
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