Escribe Andrés Garrido del Toral
Cronista emérito de Querétaro
Corría el año 1982 en la vieja Cadereyta, la de mis locos años, la de la cal y vino, la del dolor y el llanto. El semidesierto abochornaba a los escasos dolientes que acudían en esa primavera infernal al antiquísimo cementerio de la localidad, ubicado en pleno centro de la antigua villa. Entre el cortejo fúnebre destacaba una joven viuda, vestida de falda negra, con medias oscuras, camisa morada y pañoleta negrísima. Lloraba y no, gritaba y sí, ya que el dolor no la dejaba desahogarse plenamente por la pérdida de su veinteañero marido, quien perdió la existencia en un absurdo accidente de tránsito. El joven era todo en su vida, ella no estudió nada y solamente vivía del ingreso conyugal, además sus papás eran humildes jornaleros en Zituní, allá donde un gallo muy gallo pisaba gallinas en una noria. Como fruto de ese amor frustrado había una nenita de escasos dos años, por lo que los severos suegros decidieron cargar con la manutención de la viuda y su pequeña nietecita con la condición de que no se enredara en amores y le guardara eterno luto a su occiso. ¡El día que supieran que faltaba a tan sagrada memoria, la echarían con todo y triques de la sobria y fría casona ubicada en el centro de la vieja villa de españoles!
Si la vida cadereytense era lenta y aburrida en aquella época, más lo era para la viudita, quien veía languidecer su vida, su carne joven, sus pasiones, instintos y sus sentidos. Todo el día permanecía encerrada en el derruida mansión del siglo XVIII; la estaba matando el tedio, entre el olor a naftalina y humedad. Las telarañas que colgaban de las apolilladas vigas aumentaban su nostalgia y tristeza. ¡Ella no podía seguir así, muerta en vida y condenada a pena de prisión en celda de hierro por las falsas apariencias sociales y el maldito dinero!
Con el paso del tiempo decidió entrar a trabajar como obrera en la fábrica Playtex, la más famosa de la región y especializada en sujetadores de “Lolas” y calzones de bajo color, en un horario de seis de la mañana a dos de la tarde, para dedicar el resto del día a su pequeña hija. Los primeros tiempos laborales transcurrieron con una normalidad buena, misma que te da el estar haciendo algo productivo, soportando en todo momento las miradas perrunas de sus supervisores y de sus
suegros, los que la trataban con la punta del pie por considerarla “una meca indigna de su fallecido hijo”.
Pero las pasiones tanto tiempo guardadas acechaban a la viudita negra: así como no puedes ponerle piedras al campo tampoco le puedes poner cinturón de castidad a los ojos, al tacto o a la nariz, y la susodicha entró en tentación y no precisamente con el Divo de Cadereyta (que había llegado para quedarse triunfalmente en el quiosco del jardín principal desde noviembre de 1982). Empezó a arribar la viuda un poco más tarde de lo debido a la casa prisión, se arreglaba más de lo habitual y hasta compró un perfume Lolita en el tianguis de “El Baratillo”. Los suegros -como buitres- la escrutaban de los pies a la cabeza queriendo encontrar por qué el cambio de luz en la mirada de la joven.
Al comenzar el año de 1983, la viudita se retorcía en náuseas matinales y comenzaba a notar el aumento en su esbelta cintura de india pura: sospechaba lo peor ¡estar enferma de gustos pasados! ¡Qué barbaridad! Los amargosos y estrictos suegros la correrían de inmediato de la casa, y tendría que vagar por el mundo con sus dos vástagos. Pero la necesidad es caona y parece que en momentos difíciles a nos prende el foco y surgen las grandes ideas: ¡ella ya tenía un As de Reyes bajo la manga! Cuando no pudo más disimular el embarazo se enfrentó a los suegros y les dijo: “No sé qué me pasó, lo único que sé es que extraño mucho a mi marido y me pongo sus calzones a manera de pijama todas las noches”. ¡Verídico!, diría Antero Torres Ibarra. ¡Ni que hubiera guardado la simiente del marido en los bancos de semen animal en los congeladores del centro experimental de Ajuchitlán! Huelga decir que los decimonónicos e inquisitoriales suegros le echaron con todo y calzones del marido; el producto de la concepción vio el mundo y algunos lo han visto y escuchado cantar las canciones de Raphael en el quiosco y auditorio cadereytenses, aunque esto último más bien es un chisme inventado por don Andrés Garrido Mendoza al ver que ni Tito ni yo le dimos un nieto varón. Les vendo un calzón cadereytense de la Feria septembrina.