Escribe.- Brian Montero
Para cuando llegaba ese soplo de febrero, recuerdo que mi calle se llenaba de pequeños remolinos de polvo, una harina amarillenta movía los arboles con un compás sin música, cierto era que los ojos te lloraban, aun con las manos llenas de tierra tratabas de limpiarlos, me pregunto por qué jamás me infecte de conjuntivitis, las láminas crujían cuando este las acariciaba, corría también a través de las persianas de mi salón de clases con un ruido como de película de terror. Por las tardes, a veces a plena hora de matemáticas, o de ciencias sociales, en ocasiones mientras leía un cuento en el libro de redacción me quedaba absorto escuchando ese silbido melódico, o pendiente de cómo el aire barría ese cielo azul cobalto a la hora del recreo, llegar a casa despeinado y polvoriento era toda una aventura, en esos días los fines de semana me rendían más, me alcanzaba para hacer más cosas, quizá con la edad el tiempo se acorta. Para esas fechas una empresa refresquera como truco publicitario, te cambiaba por unas monedas y unas corcholatas “marcadas”, un papalote con armazón de plástico color blanco, con varias formas, el mío era un águila color café, ya en mis manos, después de las reparaciones pertinentes, salí de casa con él bajo el brazo y un carrete de hilo cáñamo, a unos metros de mi calle, había un claro con una capa de pasto verdoso, según mis conocimientos topográficos, los mismos que puede tener un niño de 12 años, me fije bien que no hubiese piedras altas, algún hoyo de conejo, un cactus, algún espino, para poder correr a gusto. Mi técnica era dejar el papalote en el suelo, darle unos 3 metros de hilo y correr contra el viento, y así al segundo intento, lo vi alejarse de mí, fui dándole un poco más de hilo, y un poco más, y un poco más, hasta que se volvió un punto pequeño debajo de ese terciopelo azulado, lo vi volar incrédulo, no sé cuánto tiempo paso, a veces recuerdo ese día y me pregunto si el sol se quedó inmóvil como Josué, algunos curiosos se acercaron a mí, quizá pensaban que era un ave de verdad, con el miedo de perderlo, y con una precisión casi mecánica, fui atrayéndolo hacia el suelo, lento, suave, una vez en mis manos lo sentí frio, sonreí lleno de satisfacción, esa que se siente cuando has logrado unir al cielo con la tierra, tu solo con unos cuantos metros de hilo. Durante esos días ventosos baje por mi calle, pateando un envase de Boing, en forma de triángulo, quizá la memoria de cuando era niño, olvido unas cosas y otras no, no recordé por ejemplo ese ritual de limpiar la cosecha de frijol, cuál fue mi sorpresa al ver cientos de granos volar, flotar un micro segundo y caer al suelo limpios, el viento de ese mes, se llevaba todo el tamo, la calle quedaba decorada con trozos de ramas, de piedras pequeñas, unas manos tostadas por el sol, se llenaban de aquel grano depositado en una vieja carretilla se veían libres y después caían de nuevo, así en más o menos veinte minutos la carga estaba lista para venderse o bien para el consumo propio, a veces mi impulso era meterme debajo de lo que de sobra estaba, era como si un mundo subterráneo fuera mío, como si yo hubiese estado fuera de mi hogar durante mucho tiempo y al volver, me recibieran con papeles multicolores, como si llegara lleno de gloria al lugar que nunca debí dejar.