Un relato Parte V
Escribe: Rafael Cacho Flores
Con esta edad recuerda los ojos azules de aquel hombre alto, mayor que ella, donde extravió el rumbo trazado de su vida con un golpe de timón que la llevó al naufragio. Lentamente con un ademán de desgano Laura se recoge el cabello y el lóbulo nacarado de una pequeña oreja se deja ver. Sus labios también son gruesos, aún rosados, colmados de savia. Su cuello no es largo, pero es hermoso, elegante, sensual, pleno, aún despierta miradas de pasión los domingos de mañana cuando baja a misa. Entre sus párpados entreabiertos brillan sus pupilas violetas que parecen arrancadas robadas al horizonte de una aurora. Su pieza está decorada en su totalidad en color blanco, -como el blanco de las paredes de la habitación de su gemela de las que cuelgan enredaderas de sombra que prosperan en su interior-. Así, la flor de los malvones, las hojas del heliotropo, las espinas del cactus y la azucena parecen el apunte en acuarela de un bodegón trazado, encajado sobre el yeso de la pared que hace las veces de lienzo. El sol hace ya rato que dejó de brillar en el cenit, desciende ahora sobre la curva de la bóveda celeste irremediablemente hacia su muerte. Sol que deja un aura sobre la cabeza de la que regresa del sueño y que flota sobre la luz de ese sol. Una parvada de palomas cruza el mar azul del cielo que rompe sobre el atardecer de las dos. Laura en punta de pies se acerca a una de las ventanas de su habitación que mira a una pequeña huerta. Sus pies son pequeños, los pasos breves y elegantes, los tobillos de nácar sostienen las fuertes y bien delineadas piernas. Su gemela está ahora recargada en el marco de una de las ventanas de su pieza circular, recordando un parque, sus dos espejos de agua ahora secos, olvidados, cubiertos de hojas que el estío ha dejado caer sobre ellos, y donde por incontables mañanas vio su rostro reflejado, fragmentarse entre las hojas de los eucaliptos y las semillas de los pirus que flotaban sobre la superficie de esos espejos de agua. En el paseo que circunda ese parque el eco de la risa de Laura sigue atrapado entre las enredaderas de hiedra que todavía cuelgan como ramos de las paredes de viejas casonas de callados y solitarios traspatios. En algunos rincones de esos solitarios lugares, la ilusión de su gemela, su adolescencia, su inocencia, el sueño infantil de muñecas, juegos de té y la ronda allá de tarde en tarde, dentro de la que giraba tomada de las manos de otros niños mientras cantaba con la vista en las nubes, flotando sobre las copas de los pinos, entre las que su rostro se fue convirtiendo en el de una hermosa mujer: se niega a ser olvidada. Laura piensa esta tarde en los rodetes de piedra de río de los árboles de ese parque, sobre los que una mañana escuchó las primeras palabras de amor con las que su gemela exiliada de la casa paterna, también temblaba. Algunos de esos rodetes ya casi en ruinas aún ciñen los añosos pirus que enhiestos y heroicos siguen en pie. Pinos y pirus que escucharon a sus padres decirse, prometerse al cobijo de su sombra, amor por encima de los años. Entre un pequeño bosque de eucaliptos que aún existe en un rincón apartado de ese parque, ella y su gemela paseaban de la mano de sus abuelos cuando el amor se desbordaba para ellas desde el fondo de los ojos de sus papás grandes. La tibieza de la flama de la pasión casi extinta en esos abuelos aún fuertes, entibiaron sus días tardes y mañanas. El recuerdo de tiempos que arrugas fueron dejando en los rostros de sus abuelos, y que avivaba la ternura demostrada en las pausas hechas en aquellos largos e inolvidables paseos vespertinos que ellas no olvidan, rueda aún entre las hojas de los senderos de ese parque. La flor de tanta nostalgia que esos recuerdos provocan oprime el pecho de amabas mujeres.