La Muerte
Adriano Herrera Álvarez
“No me asusta la muerte, pero prefiero no estar allí cuando ocurra.” Woody Allen
El paquete de la vida viene con la muerte, fenecer, fallecer, colgar los tenis… Todos los seres humanos lo sabemos: unos están conscientes, otros la aceptan, unos le temen, a otros no les importa. Pocos agradecen el tiempo vivido en este mundo; algunos aceptan la muerte como una forma de cerrar el ciclo de la vida, algo natural, no por su inevitabilidad, sino como un acto justo en nuestro pervivir en esta vida maravillosa. Otros no alcanzan a darse cuenta de esa trascendencia debido a la fugacidad de un accidente u otra muerte violenta. En fin, podría mencionar algunos ejemplos, pero esto es claro… todos vamos a morir.
Cuando mueren mis padres, tuve ese sentimiento de nostalgia: ya se fueron, partieron, su experiencia humana terminó, hicieron lo que quisieron, lo que sintieron, gozaron, sufrieron. Pero en un rincón de mi mente, estaba agradecido: ya avanzados de edad, merecían descansar, trascender, y con enfermedades a cuestas, creo que fue lo mejor. Mi padre me decía: “La ancianidad es el infierno en vida”. Vivó sus últimos años pintando; cuando ya no pudo porque empezó a perder la visión, se guardó en casa, se le asignó un enfermero. Cada día moría, cada respiración le anunciaba el cambio, la muerte. Al final ya no se acordaba de mí y de muchas cosas más, necesitó pañales, se le fue perdiendo la voz y finalmente pasó lo que tenía que pasar: su inminente y salvadora muerte.
La muerte de mi madre fue más rápida, en cuestión de semanas, por una caída en que salió afectada su cabeza y, posteriormente, igual que mi padre, muere. Claro que, en cierta forma, me afectó; los extraño, pero la vida es la vida, y sus muertes —inexpugnables— me dieron una lección de vida. Qué paradójico: aprender a vivir la vida de la mano de la muerte. Dicen que la muerte se esconde en algunos órganos del cuerpo. Esto es posible porque “de algo tenemos que morir”, como versa este dicho popular, con toda la razón del mundo.
El miedo que se siente por la muerte es solamente porque el Ego nos atiza con sus latigazos. Y como los momentos de dolor se encuentran en la mente reactiva —de la que no tenemos control—, pensamos en que todos van a morir menos nosotros. Ahí vamos caminando la vida con zozobra, pidiéndole a Dios una larga vida, pero ¿para qué? Viviremos lo que nos toca, lo que nos merecemos, porque seguro estoy de que existe la reencarnación, no por miedo, sino por convicción. Y certero estoy que igualmente existe el Karma, del cual no nos escapamos jamás, como también existe el Dharma, que es el premio por nuestras buenas acciones. La naturaleza de la vida nos ejemplifica, o mejor dicho, nos metaforiza los secretos de la existencia. Se encuentran en el día y la noche, la vida y la muerte. Pero hay otro día, otra vida, otra oportunidad de vivir. Yo lo siento como una respuesta a la reencarnación. Si existe otra vida o no, no tiene relevancia. De hecho, está fuera de mi competencia. Lo que verdaderamente importa es vivir hoy. Si no disfruto al escribir mi columna escuchando los Cuartetos de Brahms, como ahorita, jodido estaría, vacío, estéril, sin una razón para expresarme. Así con otras cosas de mi vida, trato de hacer lo mejor, y sobre todo, no hacer daño a nadie, ni siquiera a mí, siendo perfectamente imperfecto. Sin el mal, el bien no tendría validez: es el contrapeso para despertar y vivir, quitarme el velo de los ojos y escoger lo óptimo, lo bueno, gozar lo reconfortante de la paz interior, en convivencia con mis congéneres y el Todo.
Jacob Needleman escribió esto:
“Nuestro primer mundo es ‘el mundo que vivimos todos los días, este mundo de acción, actividad y hacer’, gobernado por los pensamientos y acciones cotidianas. Pero hay momentos, como destellos de un relámpago espiritual, en que el segundo mundo se hace conocer, lleno de paz y gozo, con una clara e inolvidable sensación de quienes somos realmente, ‘vívidos momentos de estar presente en uno mismo’, —como los llamaba Needleman—. Si el segundo mundo está dentro de nosotros, también lo está el primero, pues en último término no hay nada verificable allí fuera. Cuanto se puede ver, sentir y tocar en el mundo solo es cognoscible como disparos de señales neuronales dentro del cerebro. Todo sucede allí.”
Cuando la gente deja de crecer, envejece. He ahí la importancia de hacerse útil, activo, crear, nadar, sexear, volar, imaginar, escribir, vivir como si la edad no existiese y vivir como si la muerte fuera un privilegio y no un pesar. Hay pueblos que festejan la muerte, como en México; en otras partes del mundo igualmente la disfrutan, la respetan, celebran este importante suceso que es la muerte del cuerpo… solamente.
Todo tiene que ver con la mente, lo que vivimos y pensamos. Somos las únicas criaturas de la Tierra que pueden cambiar su biología por lo que piensan y sienten. Es simple: si tenemos vida con pensamientos antisociales, supresivos, decadentes, rencorosos, destructivos, nuestra biología cambia para mal. Envejecemos con deterioro físico, viviremos una ancianidad dolorosa y una muerte nada agradable. Pero si somos capaces de vivir con alegría, gozo, desprendimiento material, respeto y amor, nuestro trecho final debe ser placentero, con el agradecimiento de vivir hasta donde yo he llegado, cuando millones no llegan ni a la mitad de la edad que yo tengo.
Si creamos una percepción positiva sobre la muerte, nuestro presente será fecundo, feliz. La muerte llegará cuando deba, sin quitarnos el sueño, sin agitarnos, sin miedo, en paz.
Entre más cercanos nos encontremos a la muerte, ya sea propia o de nuestros familiares y amigos, tenemos que cultivar una vida espiritual. El premio que obtendremos es una vida feliz, sin temor, sobre todo una plena fe en Dios, el Universo, el Cosmos, las estrellas y el hombre mismo.
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