EL TÚNEL
Por: Adriano Herrera Álvarez“Los celos son crueles como la tumba: sus brasas son brasas de fuego.” —Salomón
Sinceramente, ¿quién no ha sentido celos alguna vez en su vida? Me atrevo a decir que todos lo hemos vivido, lo hemos sufrido, existe en nuestros genes, posteriormente en nuestra mente, en la cultura que provee desde la ceremonia nupcial, en donde el párroco declara marido y mujer “hasta que la muerte los separe”, o sea, que siendo nuestra naturaleza polígama, nos infieren la posesión; “mía siempre mía”, “serás mía o de nadie”, o al extremo: “si me engañas, me mato o te mato” y sucede en nuestra sociedad, que hace que a la persona que juró amar para toda la vida, la odiemos a causa de los celos. Toda la vida, en particular, ya que hay cientos de razones para matar un casamiento, el matrimonio, esa institución tan sobada, tan frágil que con solamente un presentimiento de celotipia, nos desquicia, nos entristece. Le damos ánimo a acciones irracionales que nos hacen perder extremadamente la tranquilidad. La loca de la azotea —nuestra mente— empieza a elucubrar cosas, que si me engaña con mi compadre, con mi mejor amigo o amiga —según sea el caso—, con el vecino o alguien del que no tenemos ni idea. Estamos obnubilados por la virulencia de los celos. Los celos atormentan la mente, imaginamos cosas que nos dolerían si fuesen ciertas. ¿Cómo es posible que mi esposa me engañe con el carnicero? ¿O con el cartero, el compañero de trabajo, con su instructor de Yoga u otro ente cornudo que nos imaginemos? ¿Cómo le hará el acto sexual? Y otras estupideces que nos vienen a la mente, alimentando sin duda la celotipia enfermiza.
El acta matrimonial no es una factura que nos haga tener como una posesión permanente al cónyuge. No somos ni dueños de nosotros mismos y queremos que alguien nos pertenezca. Se dice que los celos son producto de la inseguridad de que otro u otra tenga mejores satisfacciones sexuales que las que uno proporciona. Los celos son irracionales, pero, en la práctica, ¿será cierto? El matrimonio es para tener una compañía amada, una de las razones para existir, para prolongar la especie, una dinámica importante para ser felices —en teoría, ya pragmáticamente es otro asunto—.
Con el tiempo, tenemos que tener en cuenta que la sexualidad ya no es la de hace veinte o treinta años. No se agota, pero disminuye, hasta el momento en que éste ya no tenga la importancia que le teníamos al principio de la relación. Es natural.
En el libro de Ernesto Sábato El túnel, nos relata a un individuo, Juan Pablo Castel, de oficio artista plástico, que nos relata al principio de la obra lo siguiente:
“Bastará decir que soy Juan Pablo Castel, el pintor que mató a María Iribarne; supongo que el proceso está en el recuerdo de todos y que no se necesitan mayores explicaciones sobre mi persona.”
El túnel es una radiografía de una persona enferma de celotipia. María no tenía la culpa de que al conocer a Juan Pablo —ella casada con un ciego—, éste la “amara” con tal fervorosidad. La quería solamente para él, hasta el punto de que Juan Pablo sería, a la postre, su verdugo, su asesino, su celoso fiel, su enfermo pasional y emocional, su ejecutor indolente: “o mía o de nadie”.
¿Que si yo he tenido celos crecientes? ¡Claro! Recuerdo que aquel amor de juventud, ella tuvo el descaro de montarse en la motocicleta de un vecino para darle una vuelta a la manzana… Esta acción, a mis quince años, me hizo sentir por vez primera el aguijón de los celos. Cuando posteriormente la vi, no fui capaz de articular palabra alguna, hice de tripas corazón y seguimos siendo novios, hasta que su padre y su hermano nos sorprendieron en pleno clinch, es decir, en eso mismo que ustedes están pensando en este momento, y la madriza no se hizo esperar. Pero como era menor de edad, el padre de la novia tuvo que pagar una fuerte suma por lesiones o se iba a Lecumberri, así de fácil, así de sencillo. Ella se casó, se divorció y volvimos a ser amantes, pero ya no fue lo mismo y terminamos más pronto de lo que pensamos.
Juan Pablo Castel manifiesta lo siguiente en el libro El túnel:
“Cualquier cosa que hiciéramos (hablar, tomar café), era doloroso, pues señalaba, hasta qué punto eran fugaces esos instantes de comunidad. Y, lo que era mucho peor, causaban nuevos distanciamientos porque yo la forzaba, en la desesperación, a consolidar de algún modo esa fusión, a unirnos corporalmente; sólo lográbamos confirmar la imposibilidad de prolongarla o consolidarla mediante un acto material. Pero ella agravaba las cosas porque, quizá en su deseo de borrarme esa idea fija, aparentaba sentir un verdadero y casi increíble placer; y entonces venían las escenas de vestirme rápidamente y huir a la calle, o de apretarle brutalmente los brazos y querer forzarle confesiones sobre la veracidad de sus sentimientos y sensaciones. Y todo era tan atroz que cuando ella intuía que nos acercábamos al amor físico, trataba de rehuirlo. Al final, había llegado a un perfecto escepticismo y trataba de hacerme comprender que no solamente era inútil para nuestro amor, sino hasta pernicioso.”
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