Cien años de soledad
Adriano Herrera Álvarez
Gabriel García Márquez (Gabriel José de la Concordia García Márquez), nació en Aracataca, Colombia el 6 de marzo de 1927 y falleció el 17 de abril de 2014 en la Ciudad de México.
Gabo ganó el Premio Nóbel de Literatura en 1982, por su prolífica obra, pero realmente, pienso, fue “Cien años de soledad” el parteaguas para ganar tan merecido premio. Se casó con Mercedes Barcha Pardo, tuvieron tres hijos, Rodrigo, Gonzalo e Indira. Recuerdo en la Preparatoria 6 en CDMX en Coyoacán, donde era casi obligado leer “Cien años de soledad”, los libros de Lobsang Rampa y el otro premiado por el Nobel, Hermann Hesse, por “El lobo estepario” y “Demián”, entre otros. Estas obras marcaron a la juventud de esas épocas, el hippismo, el amor libre, el 2 de octubre de 1968, la paz; en la música, estuvimos muy influenciados por el rock inglés y el Festival de Woodstock en Nueva York en 1969, una generación que tuvo una bandera, un ideal: la terminación de la guerra de Vietnam, la paz integral.
La primera vez que leí “Cien años de soledad”, quedé marcado por esta obra genial, que he releído, muchas veces la tomo para recrearme por algunos pasajes interesantes, nada más por el placer del placer literario con el agasajo del realismo mágico. Algunas de sus obras son: “La hojarasca” (1955), “El coronel no tiene quien le escriba” (1961), “La mala hora” (1962), “Cien años de soledad” (1975), “El otoño del patriarca” (1975), “Crónica de una muerte anunciada” (1981), “El amor en los tiempos del cólera” (1981), y muchos más, elementos gravitaban en ellos: la esencia intrínseca de “Cien años de soledad”.
Mario Vargas Llosa, Premio Nóbel de Literatura en el 2010, peruano con nacionalidad española, escribió en el libro de la Edición Conmemorativa: “Cien años de soledad”: Realidad total, Novela total”, lo siguiente:
“El proceso de edificación de la realidad ficticia, emprendido por García Márquez en el relato “Isabel viendo llover en Macondo” y en “La hojarasca”, alcanza con “Cien años de soledad” su culminación: esta novela integra en una síntesis superior a las ficciones anteriores, construye un mundo de una riqueza extraordinaria, agota este mundo y se agota con él. Difícilmente podría hacer una ficción posterior con “Cien años de soledad” lo que esta novela hace con los cuentos y novelas precedentes: reducirlos a la condición de anuncios, de partes de una totalidad. “Cien años de soledad” es esa totalidad que absorbe retroactivamente los estadios anteriores de la realidad ficticia, y añadiendoles nuevos materiales, edifica una realidad con un principio y un fin en el espacio y en el tiempo: ¿cómo podría ser modificado o repetido el mundo que esta ficción destruye después de completar?
“Cien años de soledad” es una novela total, en la línea de esas creaciones demencialmente ambiciosas que compiten con la realidad real de igual a igual, enfrentándose una imagen de una vitalidad, vastedad y complejidad cualitativamente equivalentes. Esta totalidad se manifiesta ante todo en la naturaleza plural de la novela, que es, simultáneamente, cosas que se creían antinómicas: tradicional y moderna, localista y universal, imaginaria y realista. Otra expresión de esa totalidad es su accesibilidad ilimitada, su facultad de estar al alcance, con premios distintos pero abundantes para cada cual, del lector inteligente y del imbécil, del refinado que paladea la prosa, contempla la arquitectura y descifra los símbolos de una ficción y del impaciente que solo atiende a la anécdota cruda. El genio literario de nuestro tiempo suele ser hermético, minoritario y agobiante. “Cien años de soledad” es uno de los raros casos de obra literaria mayor contemporánea que todos pueden entender y gozar. Pero “Cien años de soledad” es una novela total sobre todo porque pone en práctica el utópico designio de todo suplantador de Dios: describir una realidad total, enfrentar a la realidad real una imagen que es su expresión y negación. Esta noción de totalidad, tan escurridiza y compleja, pero tan inseparable de la vocación del novelista no solo define la grandeza de “Cien años de soledad”: da también su clave. Se trata de una novela total por su materia, en la medida en que describe un mundo cerrado, desde su nacimiento hasta su muerte y en todos los órdenes que lo componen -el individual y el colectivo, el legendario y el histórico, el cotidiano y el mítico-, y por su forma, ya que la escritura y la estructura tienen, como la materia que cuaja en ellas, una naturaleza exclusiva, irrepetible y autosuficiente. Macondo, el pueblo y la localidad marina, que eran escenarios diferentes de la realidad ficticia, son confundidos por el nuevo Macondo voraz en una sola realidad que, por ser real imaginaria, puede hacer trizas las unidades de tiempo y lugar, reformar la cronología y la geografía establecidas antes e imponer unas nuevas. Personajes que no se conocían traban relación, hechos independientes que revelan como causa y efecto de un proceso, todas las historias anteriores son mudadas en fragmentos de esta historia total, en piezas de un rompecabezas que solo aquí se arma plenamente para, en el instante mismo de su definitiva integración, desintegrarse. En la mayoría de los casos la canibalización es simple y directa: personajes, historias, símbolos pasan de esas realidades preparatorias, las ficciones anteriores, a la nueva realidad, sin modificación ni disfraz, pero en otros es indirecta: a veces no pasan personajes, sino nombres de personajes; a veces ciertos hechos enigmáticos aparecen explicados; a veces datos precisos son corregidos en esta nueva reestructuración de los componentes de la realidad ficticia, y el cambio más frecuente que suelen registrar es el número. En “Cien años de soledad” todo tiende a hincharse, a multiplicarse. Ese eje o núcleo es una familia, institución que está a medio camino del individuo y de la comunicación. La historia real de Macondo se refracta en ese órgano vital de Macondo que es la estirpe de los Buendía.”