Por: Stella Maris (Nena Daconte).
Tenía exabruptos llenos de sopor, pocas veces me gustaba acercarme… desde la buhardilla era una escena mejor lograda, para qué molestar…
Siempre me enseñó a no mantener gran charla con nadie. Fruncía el ceño y sabía que debía recogerme con velocidad desde donde estuviera para llegar a casa. Nadie podía saber si era el número 83 de la calle 21 de Marzo, o el 38 de la 2 de Abril.
Pocas veces hablaba conmigo, nunca supe de qué manera, sabía lo que quería, siempre intentaba recordar cómo me solicitaba las cosas más simples, ahora mismo recuerdo cuando me han preguntado su nombre completo y únicamente pude recordar su apellido.
-¡no fui yo! Fue lo que pude decir a boca jarro en medio de tanta multitud. Pero todos quedaban mirándome, lanzando en mí sus culpas no expiadas, sus disolutos, repugnantes fantasmas…
La vecina del horrendo lunar bajo la boca, enorme cual verruga con pelos, aromó la sala de aquella mañana con su estridente perfume lavanda. No la quise dejar entrar pero cuando todos se acercaron después del estruendo, no tuve opción. Se metió escurriéndose los tacones de aguja y replegándose la minifalda verde para que no le llegara a la espalda. Siempre tenía calor, decía que ella era de tierra caliente. Y con eso abría justificación a lo estrambótico de su look.
Todos mirando la vieja cama metálica, yacía inerte su cuerpo, así podían pasar horas, hasta que volvía del sueño profundo. Todos creían que era ignorante, un bulto, parte de los muebles o sirviente a sueldo.
Desconocían que los secretos más ínfimos de sus idas y vueltas, los guardaba en aquel pecho cubierto; hasta los pies y cabeza de esta figura regordete.
Había huellas de los aromas que acompañaron la partida. Ni siquiera estoy segura que fuera con intención. Más bien un pequeño descuido que no me dejaba saber si estaba tranquilo disfrutando del paisaje, o aquella experiencia geogónica lo había encontrado con seres alados de cabezas sin ojos, bocas sin dientes que al oír su paso se perdía la razón.
El barullo atormentaba a poco el espacio, resolví separarme y quedarme en el rincón del cuarto, a la vuelta de la cama, no pasaban por ahí, no había nadie, los mirones murmuraban y preguntaban si era o no mi culpa. Se tejieron historias, tantas, que podrían ser leyendas.
Las horas pasaban y de vez en cuando parecía convulsionar, entonces me acercaba y tomaba su mano izquierda. Y calmaba.
Víctor, el de la tienda preguntó si llamaba a alguien.
-No. Dije. A sabiendas que era su voluntad, tantos años sirviéndole, ya sabía qué podía pasar y tenía sus indicaciones resueltas.
Aquella tarde se fueron yendo los mezquinos urdidos del barrio. El seguía repasando su regreso… lo veía en sus ojos que iban regresando al cuerpo…